Hoy voy a hablar de ese fenómeno
tan extendido últimamente por las principales ciudades de nuestro país: Los gastrobares,
o como yo prefiero llamarlos, “gastobares”. En otras palabras: lo más chic,
glamouroso y moderno en cuanto a ser estafados y pasar hambre a la última. Eso
sí, con mucha clase y distinción.
Todo comienza un día cualquiera,
en el que decides salir a tomar las tapas (pinchos, de Córdoba para arriba) de
siempre en un bar de toda la vida. Así que sales a la calle y te diriges a
donde siempre te han dado bien de comer y te han tratado como en casa, es
decir, al bar “Jacinto”, o casa “Paquito” o como quieras llamarlo.
Sin embargo, en cuanto llegas
allí, ves que algo no te acaba de encajar. Lo primero que te choca es que el
bar ya no se llama “casa Paquito” ni “Jacinto”, y que el rótulo rojo y blanco
con su nombre y el logo cutre de Cruzcampo tampoco está.
Ahora aquello se llama algo
parecido a “El faisán plateado”, “La oca
dorada de cara al viento”, “La comadreja amarilla”, o en algún caso “el lemur
con testículos de aluminio”. Vamos, la fórmula es muy sencilla: eliges un
animal más o menos extraño, le pones un color que jamás tendrá, y
opcionalmente, le añades una coletilla lo más hortera y pedante posible. Y ahí
tienes el nombre de tu gastrobar. De primero de Empresariales, vaya.
Y digo que se llama “algo
parecido” porque para leer el cartel, rotulado en amarillo chillón sobre fondo
blanco, tienes que guiñar los ojos hasta que se te ponga cara de japonés estreñido
comiendo limones verdes.
Tampoco te parece ver entre la clientela de la
terraza a la típica vieja con una muleta comiéndose un plato de aceitunas
(Fijaos bien, en TODOS los bares con terraza del mundo, SIEMPRE hay una vieja
con una muleta comiendo aceitunas), a los inefables jubilados bebiendo tinto de
garrafón mientras juegan al dominó (Entre los que JAMAS falta uno fumándose un
puro y otro al que le faltan todos los dientes de delante), ni a los abnegados
obreros descamisados y sudorosos devorando raciones de patatas bravas y
solomillo al whisky.
Lo que sí ves, a través de una
barroca cristalera tan grande como pedante e innecesaria, es a un gafa-pasta con
un chaleco negro de cuello vuelto (Aún en pleno mes de agosto, los gafa-pasta
NUNCA se quitan su chaleco negro de cuello vuelto), manipulando una tablet
requete-ultra-ligera último modelo. A una pareja de aparentes y supuestos gays
peinados al cepillo, y a un guiri (turista extranjero de Córdoba para arriba) desaliñado,
con un portatil y el Messenger abierto (Sí, el Messenger, esa reliquia
informática delante de la cual pasábamos horas sin hacer nada, esperando que la
tía que nos gustaba se conectase, para luego no saber qué decirle cuando
aparecía. No lo niegues, tú también lo has hecho).
Total, que te decides a entrar,
ya con la mosca detrás de la oreja, esperando que te aparezca un camarero tipo
“Manolo de Triana-lápiz en la oreja-camisa blanca con botones abiertos-pecho
lobo-goterones de sudor-libreta en mano-acento andaluz cerrado-miarma, que
quiere”, el cuál te solía recitar a voz en grito la carta entera de memoria a
la velocidad del sonido, bebidas y postres incluídos.
Pero no!!! Sorpresa!! Quien te
aparece es un inmaculado “waiter assistant” (ni se te ocurra llamarlo
camarero), con una ridícula pajarita, un bigote estilo Cantinflas y un
flequillo tipo Beatle, que te pregunta con acento hispano-gabacho qué vas a
degustar.
Hasta ahora no se te había
ocurrido mirar la carta, pero mientras
esperas encontrar el ajado folio plastificado y grasiento del añorado “Casa
Jacinto” con restos de salsa roquefort, acabas por caer en la cuenta de que no
existe tal carta. Lo que hay es un pizarrón del tamaño del marcador del
Santiago Bernabeu, donde, con una letra aún más ilegible que la del rótulo de entrada
y una caligrafía todavía más rimbombante, (por si no habían terminado de
joderte del todo los ojos) parece indicar lo que hay para comer.
Y a medida que empiezas a leer,
te empiezas a sentir como Alfredo Landa en una gala de Operación Triunfo (Imaginaos
lo ridículos que se sentirán esos niñatos cantarines frente a una eminencia de
nuestro cine y de nuestra historia), te vas acalorando poco a poco, y tomas
conciencia real de no saber dónde te has metido. Lees cosas como:
Tartar de buey gallego con
infusión de jengibre soja y yuzu 4,50
Emulsión de gambas en aceite de
coco 3,50
Cerviche de pulpo con espuma de
maracuyá 5,10
Tortellini con jugo de ostras
reducido al Pedro Ximenez 2,50
Ensalada al bruinose con mayonesa
de piñones 7,20
Se te ocurren mil preguntas, a
cuál de ellas más ridícula: ¿Qué narices es el “yuzu”? Qué es un cerviche?
¿Cómo puede hacerse un buey con infusión, y por qué es gallego? Por qué el gafa-pasta me mira fijamente y de
reojo? Nunca antes nadie me había mirado fijamente y a la vez de reojo.
Ante todo esto, decides cerrar la
boca y pedir algo que más o menos te suena bien. Optas por seguir un patrón de
pensamiento lógico: te gustan las gambas y te gusta el coco, no quieres
arriesgar mucho, por lo que pides la segunda opción del pizarrón Bernabeu.
El señor Cantinflas-John
Lennon-licenciado en Oxford 45 veces- te toma nota en una PDA mega-molona y se
marcha, volviendo al poco tiempo con tu pedido, y… sorpresa!!!!! Porque cuando te pone el plato en las
narices, se te queda la misma cara que cuando quedas con alguien por internet y
te da plantón (No lo niegues, a ti también te ha pasado). Bajas la mirada, te
frotas los ojos y lejos de ser una broma o un mal sueño, ves que tu “emulsión
de gambas en aceite de coco” no es más que UNA gamba sin pelar con un chorrito
de lo que debe de ser el aceite de coco.
Eso sí, detallistas son un rato:
han conseguido que la gamba permanezca de pie en el plato, le han dejado la
cabeza y los ojos, con lo cual ella te mira al mismo tiempo que tú la miras a
ella. Enseguida establecéis una empática conexión, en la que parecéis deciros:
“A ambos nos han engañado como a chinos y por eso los dos hemos acabado aquí”
En un alarde de orgullo y de
valentía, y una vez acabado el banquete de la gamba solitaria, la cual aún debe
andar descojonándose en tu estómago, pides la segunda tapa: la siempre segura,
saludable y reconfortante ensalada. Ensalada al bruinose con mayonesa de
piñones “Aquí nada puede fallar”, piensas ingenuamente, dando por hecho que una
ensalada es siempre una ensalada. Aún así, no sabes ni lo que es un bruinose ni
cómo demonios se puede hacer una mayonesa con piñones.
Pero no!!!!! Si un gastrobar te
enseña algo, es que todo siempre puede ir a peor, por muy mal que vayan las
cosas.
Efectivamente, cuando ya piensas que no podías
caer más bajo, llega tu segundo plato:
compruebas con estupor que se
tarda más en pronunciar bien el nombre de la tapa que en comérselo: tu deseada
ensalada consta nada más y nada menos que de TRES hojas de rúcula pulcramente
ordenadas y simétricamente adornadas, con SEIS piñones milimétricamente
partidos por la mitad, y unas gotitas de lo que debe ser la mayonesa de
piñones.
Por más que busques, no
encuentras la cámara oculta. Y mientras tus nervios no aguantan ni un minuto
más el incesante sonido de los mensajes del Messenger del guiri desaliñado
(Admítelo, tú también te conectabas en modo “invisible” para que la tía que te
gustaba no viese que estabas todo el día conectado, cual pajillero
universitario aburrido). Tampoco soportas la humillante mirada fija y lateral
del gafa-pasta, así que llamas a Ringo Starr para que te traiga la cuenta.
Tu factura viene dentro de un
monísimo cofrecito de ébano cerrado, con una delicada cerradura tallada en oro
de 18 kilates, la cual tardas 10 minutos en abrir, enésima humillación que te
hace sentir como un chimpancé con un cubo de Rubik en las manos.
Y mientras pagas los 27,60 euros
de la cuenta, el gabacho te asegura que “no se ha pgoducido ningún eggor,
señog”, y te justifica cada céntimo de la estafa de forma que no te enteras de
nada.
Creedme, cuando tengáis un marrón
en el curro, o vuestras novias os pillen con otra, u os tiréis un pedo en el
ascensor y al llegar abajo aparezca un vecino (¿Por qué esto siempre ocurre? He
llegado a pensar que cada vecino tiene un detector de pedos en el ascensor y
que salen corriendo de sus casas para humillarnos cuando pecamos), no hay nada
como hablar muy convencido y con voz muy solemne, pero que no se te entienda
nada de nada, y os dejarán en paz.
Sales de allí como el demonio de Tasmania y lo
peor aún: con más hambre del que tenías al entrar. Y sientes cómo la vieja de
la muleta, el gafa-pasta de la tablet chachi, el guiri del Messenger e incluso
la gamba emulsionada del primer plato no paran de descojonarse de ti.
En fin… sed felices y comed
perdices (Pero jamás en un gastrobar)
Jajajaajaja.. aún me estoy riendo.. pero siento decir q me gustan los gastrobares!!! Ainsssss.. me explico.. tengo q comer poquito para q no me dejen plantada cuando he quedado con alguien por internet.. así q una ración de calamares ni la miro.. y además.. es cierto, me gusta el pijerio.. Me quiero fustigar por ello.. pero reconozco q me gustan. No todos tenemos tu labia ;-). Por cierto.. nunca me ha pasado lo del messenger.. quizás pq yo era la chica.. no lo sé. De todas maneras, me ha encantado. Te animo a seguir.
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