jueves, 29 de mayo de 2014

LA INVASION DE LOS GASTROBARES



Hoy voy a hablar de ese fenómeno tan extendido últimamente por las principales ciudades de nuestro país: Los gastrobares, o como yo prefiero llamarlos, “gastobares”. En otras palabras: lo más chic, glamouroso y moderno en cuanto a ser estafados y pasar hambre a la última. Eso sí, con mucha clase y distinción.

Todo comienza un día cualquiera, en el que decides salir a tomar las tapas (pinchos, de Córdoba para arriba) de siempre en un bar de toda la vida. Así que sales a la calle y te diriges a donde siempre te han dado bien de comer y te han tratado como en casa, es decir, al bar “Jacinto”, o casa “Paquito” o como quieras llamarlo.

Sin embargo, en cuanto llegas allí, ves que algo no te acaba de encajar. Lo primero que te choca es que el bar ya no se llama “casa Paquito” ni “Jacinto”, y que el rótulo rojo y blanco con su nombre y el logo cutre de Cruzcampo tampoco está.

Ahora aquello se llama algo parecido a “El faisán plateado”,  “La oca dorada de cara al viento”, “La comadreja amarilla”, o en algún caso “el lemur con testículos de aluminio”. Vamos, la fórmula es muy sencilla: eliges un animal más o menos extraño, le pones un color que jamás tendrá, y opcionalmente, le añades una coletilla lo más hortera y pedante posible. Y ahí tienes el nombre de tu gastrobar. De primero de Empresariales, vaya.

Y digo que se llama “algo parecido” porque para leer el cartel, rotulado en amarillo chillón sobre fondo blanco, tienes que guiñar los ojos hasta que se te ponga cara de japonés estreñido comiendo limones verdes.  

 Tampoco te parece ver entre la clientela de la terraza a la típica vieja con una muleta comiéndose un plato de aceitunas (Fijaos bien, en TODOS los bares con terraza del mundo, SIEMPRE hay una vieja con una muleta comiendo aceitunas), a los inefables jubilados bebiendo tinto de garrafón mientras juegan al dominó (Entre los que JAMAS falta uno fumándose un puro y otro al que le faltan todos los dientes de delante), ni a los abnegados obreros descamisados y sudorosos devorando raciones de patatas bravas y solomillo al whisky.

Lo que sí ves, a través de una barroca cristalera tan grande como pedante e innecesaria, es a un gafa-pasta con un chaleco negro de cuello vuelto (Aún en pleno mes de agosto, los gafa-pasta NUNCA se quitan su chaleco negro de cuello vuelto), manipulando una tablet requete-ultra-ligera último modelo. A una pareja de aparentes y supuestos gays peinados al cepillo, y a un guiri (turista extranjero de Córdoba para arriba) desaliñado, con un portatil y el Messenger abierto (Sí, el Messenger, esa reliquia informática delante de la cual pasábamos horas sin hacer nada, esperando que la tía que nos gustaba se conectase, para luego no saber qué decirle cuando aparecía. No lo niegues, tú también lo has hecho).

Total, que te decides a entrar, ya con la mosca detrás de la oreja, esperando que te aparezca un camarero tipo “Manolo de Triana-lápiz en la oreja-camisa blanca con botones abiertos-pecho lobo-goterones de sudor-libreta en mano-acento andaluz cerrado-miarma, que quiere”, el cuál te solía recitar a voz en grito la carta entera de memoria a la velocidad del sonido, bebidas y postres incluídos.

Pero no!!! Sorpresa!! Quien te aparece es un inmaculado “waiter assistant” (ni se te ocurra llamarlo camarero), con una ridícula pajarita, un bigote estilo Cantinflas y un flequillo tipo Beatle, que te pregunta con acento hispano-gabacho qué vas a degustar.

Hasta ahora no se te había ocurrido mirar la carta,  pero mientras esperas encontrar el ajado folio plastificado y grasiento del añorado “Casa Jacinto” con restos de salsa roquefort, acabas por caer en la cuenta de que no existe tal carta. Lo que hay es un pizarrón del tamaño del marcador del Santiago Bernabeu, donde, con una letra aún más ilegible que la del rótulo de entrada y una caligrafía todavía más rimbombante, (por si no habían terminado de joderte del todo los ojos) parece indicar lo que hay para comer.

Y a medida que empiezas a leer, te empiezas a sentir como Alfredo Landa en una gala de Operación Triunfo (Imaginaos lo ridículos que se sentirán esos niñatos cantarines frente a una eminencia de nuestro cine y de nuestra historia), te vas acalorando poco a poco, y tomas conciencia real de no saber dónde te has metido. Lees cosas como:

Tartar de buey gallego con infusión de jengibre soja y yuzu 4,50
Emulsión de gambas en aceite de coco 3,50
Cerviche de pulpo con espuma de maracuyá 5,10
Tortellini con jugo de ostras reducido al Pedro Ximenez 2,50
Ensalada al bruinose con mayonesa de piñones 7,20


Se te ocurren mil preguntas, a cuál de ellas más ridícula: ¿Qué narices es el “yuzu”? Qué es un cerviche? ¿Cómo puede hacerse un buey con infusión, y por qué es gallego?  Por qué el gafa-pasta me mira fijamente y de reojo? Nunca antes nadie me había mirado fijamente y a la vez de reojo.

Ante todo esto, decides cerrar la boca y pedir algo que más o menos te suena bien. Optas por seguir un patrón de pensamiento lógico: te gustan las gambas y te gusta el coco, no quieres arriesgar mucho, por lo que pides la segunda opción del pizarrón Bernabeu.

El señor Cantinflas-John Lennon-licenciado en Oxford 45 veces- te toma nota en una PDA mega-molona y se marcha, volviendo al poco tiempo con tu pedido, y… sorpresa!!!!!   Porque cuando te pone el plato en las narices, se te queda la misma cara que cuando quedas con alguien por internet y te da plantón (No lo niegues, a ti también te ha pasado). Bajas la mirada, te frotas los ojos y lejos de ser una broma o un mal sueño, ves que tu “emulsión de gambas en aceite de coco” no es más que UNA gamba sin pelar con un chorrito de lo que debe de ser el aceite de coco.

Eso sí, detallistas son un rato: han conseguido que la gamba permanezca de pie en el plato, le han dejado la cabeza y los ojos, con lo cual ella te mira al mismo tiempo que tú la miras a ella. Enseguida establecéis una empática conexión, en la que parecéis deciros: “A ambos nos han engañado como a chinos y por eso los dos hemos acabado aquí”

En un alarde de orgullo y de valentía, y una vez acabado el banquete de la gamba solitaria, la cual aún debe andar descojonándose en tu estómago, pides la segunda tapa: la siempre segura, saludable y reconfortante ensalada. Ensalada al bruinose con mayonesa de piñones “Aquí nada puede fallar”, piensas ingenuamente, dando por hecho que una ensalada es siempre una ensalada. Aún así, no sabes ni lo que es un bruinose ni cómo demonios se puede hacer una mayonesa con piñones.

Pero no!!!!! Si un gastrobar te enseña algo, es que todo siempre puede ir a peor, por muy mal que vayan las cosas.

 Efectivamente, cuando ya piensas que no podías caer más bajo, llega tu segundo plato:
compruebas con estupor que se tarda más en pronunciar bien el nombre de la tapa que en comérselo: tu deseada ensalada consta nada más y nada menos que de TRES hojas de rúcula pulcramente ordenadas y simétricamente adornadas, con SEIS piñones milimétricamente partidos por la mitad, y unas gotitas de lo que debe ser la mayonesa de piñones.

Por más que busques, no encuentras la cámara oculta. Y mientras tus nervios no aguantan ni un minuto más el incesante sonido de los mensajes del Messenger del guiri desaliñado (Admítelo, tú también te conectabas en modo “invisible” para que la tía que te gustaba no viese que estabas todo el día conectado, cual pajillero universitario aburrido). Tampoco soportas la humillante mirada fija y lateral del gafa-pasta, así que llamas a Ringo Starr para que te traiga la cuenta.

Tu factura viene dentro de un monísimo cofrecito de ébano cerrado, con una delicada cerradura tallada en oro de 18 kilates, la cual tardas 10 minutos en abrir, enésima humillación que te hace sentir como un chimpancé con un cubo de Rubik en las manos.

Y mientras pagas los 27,60 euros de la cuenta, el gabacho te asegura que “no se ha pgoducido ningún eggor, señog”, y te justifica cada céntimo de la estafa de forma que no te enteras de nada.

Creedme, cuando tengáis un marrón en el curro, o vuestras novias os pillen con otra, u os tiréis un pedo en el ascensor y al llegar abajo aparezca un vecino (¿Por qué esto siempre ocurre? He llegado a pensar que cada vecino tiene un detector de pedos en el ascensor y que salen corriendo de sus casas para humillarnos cuando pecamos), no hay nada como hablar muy convencido y con voz muy solemne, pero que no se te entienda nada de nada, y os dejarán en paz.

 Sales de allí como el demonio de Tasmania y lo peor aún: con más hambre del que tenías al entrar. Y sientes cómo la vieja de la muleta, el gafa-pasta de la tablet chachi, el guiri del Messenger e incluso la gamba emulsionada del primer plato no paran de descojonarse de ti.

En fin… sed felices y comed perdices (Pero jamás en un gastrobar)











1 comentario:

  1. Jajajaajaja.. aún me estoy riendo.. pero siento decir q me gustan los gastrobares!!! Ainsssss.. me explico.. tengo q comer poquito para q no me dejen plantada cuando he quedado con alguien por internet.. así q una ración de calamares ni la miro.. y además.. es cierto, me gusta el pijerio.. Me quiero fustigar por ello.. pero reconozco q me gustan. No todos tenemos tu labia ;-). Por cierto.. nunca me ha pasado lo del messenger.. quizás pq yo era la chica.. no lo sé. De todas maneras, me ha encantado. Te animo a seguir.

    ResponderEliminar