¿Alguna
vez te has parado a pensar que el día en que cumples cuarenta años dejas de ser
un treintañero para convertirte en un cuarentón? ¿No te parece que existe una
diferencia abismal entre ambas palabras? Repítelas. Compáralas. TREINTAÑERO.
CUARENTÓN. El castellano no es caprichoso, amigo, y si te fijas, nuestra lengua
parece trazar una línea divisoria entre dos bloques de etapas vitales: Por una
parte, el bloque “veinteañero-treintañero”. Por otra, el bloque “cuarentón-cincuentón”.
Y
es que, te guste o no, cuando cumples cuarenta has llegado, con bastante
exactitud, a la mitad de tu vida. Te
invito a hacer la siguiente prueba: Coge una hoja de papel, dibuja una línea
que lo atraviese y dóblalo por la mitad. Observa cómo tu nacimiento se superpone a tu muerte. Piensa
ahora en cómo muchos de tus primeros recuerdos permanecen nítidos en tu memoria,
como si no hubieran pasado treinta y cinco años desde tu primer día en
preescolar (Es curioso, no conozco a nadie que no recuerde a la perfección su
primer día en preescolar). Pues ese momento que a tu memoria no le parece tan
lejano, es equidistante en la hoja y en el tiempo real al día en que tengas
setenta y cinco años y que ahora ves como un punto perdido en el infinito.
Pero
no nos pongamos trascendentales y dejemos los infinitos y las reflexiones
profundas para los Coelhos de la vida.
Lo
que es cierto es que a los cuarenta años ya sabes que hay cosas en tu vida que,
para bien o para mal, ya nunca podrás cambiar: asumes que vivirás el resto de
tu vida con una serie de manías que te vienen acompañando desde que tienes uso
de razón (Algunas son absurdas e inexplicables, pero ahí siguen. Yo por
ejemplo, odio el número ocho sin ningún motivo. Así que cuando cuento, me lo
salto. No tiene ningún sentido pero lo llevo haciendo desde niño y no lo podré
evitar jamás).
Ocurre
algo muy curioso, y es que a los cuarenta años la banda sonora de tu vida ya
está creada: ya hace tiempo que, sin darte cuenta, elegiste las canciones que llevan
años y años siendo los clásicos de tu vida. Y créeme: a estas alturas se hace
muy muy difícil grabar nuevos temas en la cinta o borrar los que ya están. Puedes
seguir oyendo música nueva y descubrir grupos, pero en los grandes éxitos de tu
vida ya están todos los que son y ya son todos los que están. Porque un día te
da por investigar en guguel y descubres que ese grupo que te lleva sonando a
nuevo durante los últimos veinte años, hace tiempo que dejó de existir, sus
discos están descatalogados y la mayoría de sus miembros yacen criando malvas.
Con el cine sucede lo mismo: tus películas favoritas
serán las mismas a los cuarenta años que a los ochenta. Quizá sea que a edades
más tempranas somos más impresionables y todo nos marca más, porque nuestra
mente está más abierta y receptiva, y nuestra capacidad de aprendizaje, de
sorpresa y de retentiva es mayor. Pero mejor dejemos estos razonamientos para
los Punsets de la vida.
Los
que tenemos cuarenta años pertenecemos a una generación muy curiosa: hemos sido
igual de felices con dos canales de tv que con Netflix. Hemos vivido desde el
disco de vinilo y el magnetofón hasta Spotify. Nos hemos apañado con cabinas de
teléfonos igual de bien que con el último mega-super-chuli-smartphone. Sabemos
usar una máquina de escribir con la misma soltura que manejamos un dron. Nos
hemos adaptado a cambios sociales brutales. Somos una generación todoterreno.
Los
cuarenta son la última oportunidad para decidir cómo quieres vivir tu vida: si
te planteas tener niños, casi vas tarde. Si piensas pedir una hipoteca, tu edad
pronto empezará a ser un condicionante para que el banco te ponga peores
condiciones. Por supuesto, ya no es tan fácil encontrar amiguetes de aventuras,
porque a esta edad los círculos sociales se han ido cerrando, así que por mucho
que te apuntes a clases de baile de salón, de pintura o de equitación, cuando
el cuadro ya está pintado o cuando el caballo vuelve al establo, cada mochuelo
vuela a su nido y tú te quedas con cara de tonto esperando esa cerveza grupal
que nunca acaba de llegar, mientras te preguntas en qué pensabas cuando pagaste
los 140 euros de matrícula del curso de baile de salón. Qué cosas, ¿no? Si
siempre odiaste bailar, ¿para qué te metes en esos “fregaos”?.
Y
es que si hay algo cierto, es que los amigos que vas a conservar el resto de tu
vida son aquellos que has conocido mucho antes de los cuarenta. No importa que
te reúnas con tu pandilla de la facultad o del instituto una vez cada dos años,
ni que apenas sepas de sus vidas. Sabes en el fondo que esos van a ser quienes
acaben recordando tus mismas anécdotas de siempre alrededor de una mesa el día
en que cincelen tu nombre en una losa de mármol.
En
fin, lo que está claro es que ni Coelho con su prosa para incautos ni Punset
con su metafísica para dummies pueden darte las claves sobre cómo vivir la
segunda mitad de tu vida. Y sería demasiado simplista y tópico acabar con un
manido “carpe diem”. Así que, por mi parte, igual echo un vistazo al folio del
experimento del segundo párrafo, le hago otro doblez y aprovecho los siguientes
diez años de mi vida para hacer aquellas cosas que jamás podré volver a vivir cuando,
dentro de una década, me dé por publicar un artículo llamado “todo aquello que
no podrás volver a hacer cuando eres un cincuentón”.