martes, 8 de mayo de 2018

TODO AQUELLO QUE JAMÁS VOLVERÁS A HACER CUANDO CUMPLES 40



    ¿Alguna vez te has parado a pensar que el día en que cumples cuarenta años dejas de ser un treintañero para convertirte en un cuarentón? ¿No te parece que existe una diferencia abismal entre ambas palabras? Repítelas. Compáralas. TREINTAÑERO. CUARENTÓN. El castellano no es caprichoso, amigo, y si te fijas, nuestra lengua parece trazar una línea divisoria entre dos bloques de etapas vitales: Por una parte, el bloque “veinteañero-treintañero”. Por otra,  el bloque “cuarentón-cincuentón”.

    Y es que, te guste o no, cuando cumples cuarenta has llegado, con bastante exactitud, a la mitad de tu vida.  Te invito a hacer la siguiente prueba: Coge una hoja de papel, dibuja una línea que lo atraviese y dóblalo por la mitad. Observa  cómo tu nacimiento se superpone a tu muerte. Piensa ahora en cómo muchos de tus primeros recuerdos permanecen nítidos en tu memoria, como si no hubieran pasado treinta y cinco años desde tu primer día en preescolar (Es curioso, no conozco a nadie que no recuerde a la perfección su primer día en preescolar). Pues ese momento que a tu memoria no le parece tan lejano, es equidistante en la hoja y en el tiempo real al día en que tengas setenta y cinco años y que ahora ves como un punto perdido en el infinito.

    Pero no nos pongamos trascendentales y dejemos los infinitos y las reflexiones profundas para los Coelhos de la vida.
    Lo que es cierto es que a los cuarenta años ya sabes que hay cosas en tu vida que, para bien o para mal, ya nunca podrás cambiar: asumes que vivirás el resto de tu vida con una serie de manías que te vienen acompañando desde que tienes uso de razón (Algunas son absurdas e inexplicables, pero ahí siguen. Yo por ejemplo, odio el número ocho sin ningún motivo. Así que cuando cuento, me lo salto. No tiene ningún sentido pero lo llevo haciendo desde niño y no lo podré evitar jamás).

    Ocurre algo muy curioso, y es que a los cuarenta años la banda sonora de tu vida ya está creada: ya hace tiempo que, sin darte cuenta, elegiste las canciones que llevan años y años siendo los clásicos de tu vida. Y créeme: a estas alturas se hace muy muy difícil grabar nuevos temas en la cinta o borrar los que ya están. Puedes seguir oyendo música nueva y descubrir grupos, pero en los grandes éxitos de tu vida ya están todos los que son y ya son todos los que están. Porque un día te da por investigar en guguel y descubres que ese grupo que te lleva sonando a nuevo durante los últimos veinte años, hace tiempo que dejó de existir, sus discos están descatalogados y la mayoría de sus miembros yacen criando malvas.

   Con el cine sucede lo mismo: tus películas favoritas serán las mismas a los cuarenta años que a los ochenta. Quizá sea que a edades más tempranas somos más impresionables y todo nos marca más, porque nuestra mente está más abierta y receptiva, y nuestra capacidad de aprendizaje, de sorpresa y de retentiva es mayor. Pero mejor dejemos estos razonamientos para los Punsets de la vida.

    Los que tenemos cuarenta años pertenecemos a una generación muy curiosa: hemos sido igual de felices con dos canales de tv que con Netflix. Hemos vivido desde el disco de vinilo y el magnetofón hasta Spotify. Nos hemos apañado con cabinas de teléfonos igual de bien que con el último mega-super-chuli-smartphone. Sabemos usar una máquina de escribir con la misma soltura que manejamos un dron. Nos hemos adaptado a cambios sociales brutales.  Somos una generación todoterreno. 

    Los cuarenta son la última oportunidad para decidir cómo quieres vivir tu vida: si te planteas tener niños, casi vas tarde. Si piensas pedir una hipoteca, tu edad pronto empezará a ser un condicionante para que el banco te ponga peores condiciones. Por supuesto, ya no es tan fácil encontrar amiguetes de aventuras, porque a esta edad los círculos sociales se han ido cerrando, así que por mucho que te apuntes a clases de baile de salón, de pintura o de equitación, cuando el cuadro ya está pintado o cuando el caballo vuelve al establo, cada mochuelo vuela a su nido y tú te quedas con cara de tonto esperando esa cerveza grupal que nunca acaba de llegar, mientras te preguntas en qué pensabas cuando pagaste los 140 euros de matrícula del curso de baile de salón. Qué cosas, ¿no? Si siempre odiaste bailar, ¿para qué te metes en esos “fregaos”?. 

    Y es que si hay algo cierto, es que los amigos que vas a conservar el resto de tu vida son aquellos que has conocido mucho antes de los cuarenta. No importa que te reúnas con tu pandilla de la facultad o del instituto una vez cada dos años, ni que apenas sepas de sus vidas. Sabes en el fondo que esos van a ser quienes acaben recordando tus mismas anécdotas de siempre alrededor de una mesa el día en que cincelen tu nombre en una losa de mármol.

    En fin, lo que está claro es que ni Coelho con su prosa para incautos ni Punset con su metafísica para dummies pueden darte las claves sobre cómo vivir la segunda mitad de tu vida. Y sería demasiado simplista y tópico acabar con un manido “carpe diem”. Así que, por mi parte, igual echo un vistazo al folio del experimento del segundo párrafo, le hago otro doblez y aprovecho los siguientes diez años de mi vida para hacer aquellas cosas que jamás podré volver a vivir cuando, dentro de una década, me dé por publicar un artículo llamado “todo aquello que no podrás volver a hacer cuando eres un cincuentón”.